Por Rodrigo Márquez Tizano
1.
Lo
compró todo: Illustrator, Photoshop, Indesign, Fireworks, Dreamweaver,
After Effects, la última de Kitano, 200 canales gratuitos para SKY y un
DVD con el que, asegura el proveedor de Salto del Agua, se puede
utilizar 3G sin necesidad de pagar una renta mensual. A. está fascinada
con la envidiable salud del software pirata en nuestro país. Una
industria poderosa, sin duda. Le pregunto, extrañado, si en Uruguay no
se acostumbra vender piratería. Lo que no hay son computadoras,
contesta, extendiéndome otra bolsa negra, más pequeña. Un regalo.
Mientras desanudo el plástico, puedo sentir el objeto al fondo, su forma
discada y manejable: ya no se trata de elegir entre lo importante y lo
no importante, digamos, sino de aceptar con mansedumbre que nada nos es
dado para elegir, ni lo significativo ni lo insustancial, ninguno nos
compete, acaso pensamientos sueltos, ideas sobre el tiempo que pasa uno
decidiéndose entre el doble pivote o la línea de cuatro, la joven
promesa de inferiores o el contrastado veterano con meniscos de segunda
mano. Luego una punzada, la del adicto que mira el filo de una mesa y
siente escalofríos. A mí me pasa lo mismo cuando pienso en una defensa
formada por tres centrales y dos carrileros. Detesto a los laterales: Tú
has traído la plaga de vuelta a casa.
2.
Santa
Rosa es la capital de La Pampa, una provincia situada al oeste de
Buenos Aires. Sobre ella no hay mucho que decir: tiene una catedral, dos
plazas, tres avenidas, una casa de gobierno, algunas calles
pavimentadas, muchas más de tierra, pocos edificios, un puñado de
estancias y un casino. También cuenta con tres equipos de futbol que
nunca han jugado más allá de Provincial, un club de caza donde preparan
los mejores fernet con coca que he bebido, y una laguna, que no tuve el
gusto de conocer. Hace un año y medio pasé unos días allá: una pareja de
amigos decidió casarse en Santa Rosa por ser éste el lugar de
nacimiento de ella. No encuentro otra razón para atravesar el continente
y viajar la noche entera en uno de esos autobuses de dos pisos que
recorren la Nacional Cinco. Cazar un puma, podría ser. El padre de mi
amiga, la novia, es cazador. Liebres y ciervos: con dogos y galgos, pero
también grandes felinos. Hace poco me mostró una foto donde aparecen su
padre y su hermano al lado del ejemplar más grande que he visto: la
cabeza, imponente y sin un rasguño, remata un cuerpo fibroso que la
cámara del celular no logra contener. Es una ciudad de cazadores. La
boda de mis amigos se celebró, dónde más, en el club de caza. Al igual
que en el resto de Argentina, en Santa Rosa también les gusta el futbol.
El equipo más popular se llama C. Atlético Santa Rosa y junto a All
Boys y General Belgrano, conforman la trinidad de grandes regionales.
Sin embargo, Santa Rosa no está considerada como una tierra pródiga en
futbolistas. Al bajar del autobús aquel día, le pregunté a mi amiga por
“El Pampa” Sosa. Me miró con desconcierto. Al fin ponía un pie en la
tierra que vio nacer la leyenda de Roberto Carlos Sosa, el hombre cuyos
goles me ayudaron a devolver a Nápoles la grandeza de otros tiempos, sin
duda mejores.
3.
De “El Pampa” se
dicen pocas cosas y menos verdades. Que nació en Rivera, por ejemplo. O
que se formó en Gimnasia y Esgrima. Ésa es la primera mentira. Nadie en
Santa Rosa se hace futbolista en un club: Roberto Sosa salió de un
potrero de Zona Norte y más tarde recaló en All Boys, donde de inmediato
llamó la atención de los ojeadores por su considerable estatura y
gruesa complexión, poco usual en un chico de 14 años. Poco después
abandonó la provincia de la cual heredó el mote, con rumbo a Avellaneda.
Estuvo en las inferiores de Independiente hasta que un lío político lo
dejó sin cuadro. Para entonces, al “Pampa” ya lo habían buscado de La
Plata. Hay que decirlo: no era un exquisito con la pelota, Sosa, pero
las metía y le ponía huevos. Además iba bien por arriba y sabía meter el
cuerpo: un hombre de área nato, un jornalero del gol. Debutó con el
Lobo como suplente del “Mellizo” Barros Schelotto, no defraudó, quedó
líder de goleo e incluso fue convocado a aquella selección argentina
donde Batistuta capitaneaba el ataque. La vida y los representantes lo
llevaron hasta Udine, donde pasó cuatro temporadas como albinegro. Tardó
en adaptarse al calcio y sólo se volvió imprescindible en la última de
sus campañas. Los veintisiete goles que convirtió aquel año bastaron
para que Boca Juniors pusiera un maletín sobre la mesa con la intención
de repatriarlo. En la Ribera buscaban un reemplazo de Palermo, que por
aquellos días intentaba convencer a Benito Floro de que aún valía como
artillero de élite tras la fractura de tibia y peroné que le impidió
vestir la albiceleste durante el Mundial de Japón y Corea. En Boca, Sosa
duró apenas seis meses y no marcó un solo gol. Fue Dante Panzeri quien
escribió que el futbol no es un juego propicio para hombres pesados ni
de piernas largas; salvo cuando marcan. De lo contrario se vuelven de
humo: el gol es su trabajo. No hay imagen más triste que la un espectro
deambulando por el área chica sin encontrar la fortuna. Sosa, convertido
en un fantasma, se volvió a Italia a mediados del año 2004. Allí erró
por clubes de poca monta hasta que un día la suerte volvió a cruzarse en
su camino, en la forma de un histórico empobrecido cuyos malos manejos
lo habían arrastrado hasta la oscuridad de la Serie C: una categoría que
la SSC Napoli ni “ El Pampa” estaban dispuestos a padecer por mucho
tiempo.
4.
Nunca llegaré a saber si
aquel año pude haber hecho algo útil con mi vida. Graduarme antes de
volverme un fósil, por ejemplo. Tenía veinte y habían pasado sólo ocho
meses tras la muerte de mi abuelo: en ese lapso embaracé a una ex
compañera de la prepa, boté la universidad, y empecé a obsesionarme con
la calvicie hereditaria. Pronto me harté de las buenas intenciones de
mis amigos, todos pasantes de licenciado, y dejé de frecuentarlos. A mi
madre no le iba mejor: sus tardes se consumían frente a una fotografía
del padre muerto. Ella bebía sólo un poco y cada día se levantaba para
pasar ocho horas frente un pizarrón y un grupo de adolescentes ruidosos.
Luego volvía a casa y, si estaba despierto, comíamos sopas Maruchan, en
silencio. Quería largarme de ahí pero cada vez que pensaba en empacar
mis cosas, me dolía el estómago. Era una depresión cómoda. Pasaba las
noches en la calle y volvía de mañana, convertido en un protozoario. Es
una racha, pensaba, y las rachas son así: no duran para siempre. Pero
ésta aguantaba con las uñas. Casi siempre dormía hasta bien entrada la
tarde y luego, al despertar, me quedaba encerrado en mi habitación
escuchando a Los Chichos y vagando por Internet mientras afuera volvía a
encenderse el alumbrado público. Por lo general, mi tiempo se consumía
entre torrents, burritos del Oxxo y foros de futbol. En un par de meses
descargué una colección envidiable de porno asiático, me volví adicto a
la variedad de frijol con queso y pude recitar de memoria todos y cada
uno de los onces que habían alzado la Copa de Europa. También hice un
par de camaradas en los foros, ShamrockMark1887 y Lewis_Larsson,
fanáticos del Celtic. Fueron ellos quienes me engancharon al Manager.
5.
Football Manager
es algo así como la heroína de los videojuegos. Una vez que te das el
primer jalón, es imposible regresar al mundo de los vivos, al menos no
sin ayuda. Lo niveles de adicción y horas invertidas que se requieren
para disfrutar plenamente del FM lo convierten en un repelente natural
para los gamers ocasionales. Si el FIFA es un coctel de éxtasis
que se puede compartir con un grupo de camaradas –cerveza, pizza y buen
rollito de por medio– el FM sólo encuentra un análogo digno en el
caballo. Y es bien sabido que uno puede compartir la aguja pero nunca el
viaje. FM es un simulador detallado y profundo de las actividades
relacionadas con el manejo de un equipo donde, dependiendo el nivel de
compromiso adquirido, puede uno controlar aspectos como las fuerzas
básicas, la política de fichajes o el tipo de entrenamiento que se lleva
a cabo durante la semana previa a un encuentro. En el juego se tiene
control completo de las acciones desde el banquillo, sin llegar a
“mover” a los jugadores. Por principio se trata de una actividad
secreta, casi masónica, delatada sólo por las ojeras de quien lleva una
doble vida como oficinista y director técnico de algún club menor.
Porque, a diferencia de los juegos tradicionales de futbol donde la
pericia manual del jugador se vuelve una fuerza complementaria a los
deméritos o atributos del cuadro, aquí nadie quiere ser el Barcelona.
Como en el futbol de verdad, unos cuantos ganan y los demás se dedican a
no perder. Los triunfos en el FM son pírricos porque la naturaleza del
juego es ésa: poner orden en un combinado anónimo perteneciente a alguna
liga sin derechos de retransmisión, mientras se desarrollan males
lumbares frente al monitor. El grado de diversión suele ser inversamente
proporcional a los millones que tenga en el banco el equipo. Nadie que
haya gastado parte de su juventud en el FM me dejará mentir: ganar “la
décima” u otras diez con el Madrid no es ni la mitad de reconfortante
que asegurarle un sitio en la historia a una caterva de impresentables
bebedores de cerveza sumidos en la quinta división inglesa. Entre más
candados se presenten, mejor. Alinear sólo canteranos (buen reto para el
Ajax o los filiales de clubes grandes) jugadores de cierta región (se
respeta al pie, por ejemplo, la tradición de contar sólo con vascos o
criados en Euskal Herria del Athletic Club de Bilbao), o agentes libres,
son sólo algunos de los desafíos propuestos en los foros de FM: grupos
de autoayuda por Internet donde los usuarios se congregan para
intercambiar formaciones y datos sobre perlas desconocidas, pero sobre
todo, para constatar que edificar ligas afectivas con equipos
imaginarios no es algo tan enfermizo como parece.
6.
Cuando
llegué a San Paolo, de aquel grandioso Napoli del doblete en la 86-87
apenas quedaba la camiseta celeste. Ni siquiera pudieron conservar el
apellido: tras la quiebra de 2004 y el descenso obligado a la zona sur
de la Serie C, la Società Sportiva Calcio Napoli tuvo que refundarse
bajo la denominación Napoli Soccer –título vulgar donde los haya– y
fichar un nuevo plantel de 25 futbolistas. Aurelio de Laurentiis,
productor de cine, benefactor y nuevo presidente del club, tiró de
cartera y paciencia para resucitar a los partenopei. Por
supuesto, en el Nápoles se habían acostumbrado al refinamiento y la
transición fue difícil. Yo tampoco me encontré, digamos, con un trabuco:
en lugar de los Maradona, Careca, Bruno o Alemão, que a mitad de los
ochenta pusieron el nombre del hasta entonces modesto club en el Olimpo
del Calcio, la plantilla de mi disminuido Napoli contaba con “El Pampa”
como ariete y jugador franquicia, un púber Ignazio Abate en préstamo, el
rústico Gennaro Scarlato en la zaga, y un mediocampo cuyos máximos
referentes eran Cataldo Montesanto y Francesco Montervino, dos ilustres
desconocidos sobre los cuales descansaba la responsabilidad creativa del
equipo.
7.
El detalle en la
experiencia simuladora del Football Manager se debe, en principio, a que
el equipo desarrollador cuenta con una complicada red de ojeadores y
capturistas cuyo trabajo consiste en contrastar las estadísticas de
versiones pasadas con las del curso “real”. De este modo los jugadores
obtienen características y atributos tan apegados a la realidad que la
IA del juego muchas veces parece predecir los bombazos. Una gran
cantidad de jugadores que ahora compiten al más alto nivel fueron
descubiertos –de adolescentes– por miles de jugadores de FM. Esto no
debería sorprendernos: al final ambos juegos, el virtual y el real,
están basados en números. Hay que aceptarlo, a pesar de que muchos
aficionados nos neguemos a poner en entredich o nuestras relaciones
sentimentales con la pelota. Aunque muchos clubes han usado el sistema
de fichas del Manager para seguir futuras promesas de todas partes del
mundo, en 2008 el Everton firmó un contrato con Sports Interactive para
utilizar el software de manera oficial, convirtiéndose en el primer club
que ha aceptado abiertamente echar mano de un videojuego de cara al
mercado de fichajes. Sin embargo, a pesar de su precisión, FM sigue
siendo un juego. Y si las estadísticas pueden fallar, el motor de un
juego es el error. No sólo eso, FM es una experiencia que trata sobre
convertir individuos desconocidos en leyendas. Que el fin último de la
experiencia sea el ascenso de un oficinista a estratega no deja lugar a
dudas de su naturaleza. Por eso, en estos universos paralelos tampoco es
de extrañar que Freddy Adu pueda convertirse en el mejor jugador del
mundo.
8.
Hoy que A. me ha traído
de vuelta el bicho recuerdo aquella campaña del Napoli como mis horas
más felices sentado frente a una computadora. Probablemente no vuelva a
engancharme. No como entonces. Hay que estar de un ánimo particular y
preferiblemente soltero. Desconozco la cantidad de horas que pasé
entonces tratando de fichar a Adu en el mercado de invierno; aún así
tuve que esperar seis meses más a que cumpliera 16 y obtener el permiso
de trabajo. Fernando Redondo, uno de mis ídolos de la niñez, llegó
gratis luego de que el Milan le rescindiera el contrato. Lo mismo
sucedió con Frank de Boer y Emmanuel Petit, dos mitos en horas bajas a
los que debió parecerles atractivo el proyecto de mi ocio. La Ley Bosman
me permitió incluso sustraer a Diego Armando Maradona Jr de los
juveniles del Genoa y cerrar así cierto círculo emotivo que el Diego
dejó abierto cuando el primer escándalo de cocaína y la suspensión de 15
meses que lo alejó de Italia para siempre. ¿Y “El Pampa”? Campeón de
goleo dos años consecutivos: el segundo en Serie B. En sus cabezazos se
fraguó mayormente nuestro ascenso. Se convirtió en algo parecido a un
amigo. No obstante, las cosas aquí terminaron diferente. Fui yo quien un
día, quien sabe por qué, dejé el banquillo por la paz. El equipo se
había afianzado en la media tabla de una competida primera división, el
promedio de asistencia era de 35,000 aficionados por juego y la Juventus
tenía listo un jugoso contrato para llevarse a mi goleador. Quizá no
tenga que ver, pero luego de vender a Sosa perdí la conexión con el
juego. El nuestro era un futuro más apetecible: “El Pampa” había fichado
por la Vecchia Singora y no iba a terminar arrastrándose por
la tercera división suiza; Adu estaba en camino a convertirse en el
nuevo Pelé y no en un hatajo de frustraciones que aún con veintidós años
ha jugado en más equipos que Carlos Hermosillo; a Redondo apenas le
había llegado el quinto aire y esprintaba por la media como un
veinteañero. Ése era mi equipo. Siempre los defendí de la prensa, nunca
alcé el tono de voz en los vestuarios. Me volví alérgico a los burritos
del Oxxo y volví a anotarme en la universidad. Todo acabó de pronto y el
hijo del Diego no iba a convertirse en el padre, en el juego ni en la
vida, pero al menos, estoy seguro, lo habría hecho sentirse orgulloso,
como a mí.
Nota original salida en la revista literaria Letras Libres.
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