Los grupos que tienen poder no gustan de compartirlo y se vuelven muy
peligrosos cuando se ven a sí mismos como las víctimas. Esto se
comprueba con una mirada rápida al hashtag de Twitter #Gamergate, nombre con el que se le ha llamado a la cruzada de los jugadores de videojuegos o gamers
contra lo que ellos perciben como amenazas a su comunidad y que a su
vez ha desencadenado en amenazas reales a la vida de algunas mujeres.
La cronología básica es esta: hace algunas semanas el exnovio de Zoey Quinn, creadora del videojuego Depression Quest,
publicó en varios espacios de internet un mensaje en el que la acusó
de, entre otras cosas, engañarlo con un periodista para obtener una
buena reseña para su juego. Dado que ya existían cuestionamientos
previos a la ética de quienes reseñan videojuegos, un grupo de gamers, a quienes llamaré gamergaters,
reaccionó exigiendo a los medios la eliminación de las prácticas que
ellos consideran poco transparentes y presionado a marcas de productos
tecnológicos para que terminen sus relaciones de publicidad con estos
medios. Por ejemplo, una campaña masiva de correos electrónicos llevó a
Intel a retirar sus anuncios de la revista en línea Gamastutra. Más
tarde, la empresa afirmó que esto no significa que esté “tomando partido”, pero no reanudó su relación comercial con el medio.
Sin
embargo, la reacción más grave fue una oleada de amenazas a Quinn, sus
familiares y amigos, así como la publicación de sus datos personales. En
poco tiempo, el acoso llegó a otras mujeres que trabajan en o alrededor
de la industria del videojuego, como la desarrolladora Brianna Wu o
Anita Sarkeesian, crítica cultural que produce la serie web Feminist
Frequency, en la que analiza el sexismo en los videojuegos. Sarkeesian
tuvo que abandonar su casa después de que los miembros del Gamergate
publicaron su dirección y también canceló una aparición en la
Universidad Estatal de Utah porque un hombre que se identifica como gamergater
amenazó con una masacre si el evento se llevaba a cabo. Dadas las leyes
de posesión de armas en Utah, no fue posible registrar a los
asistentes, por lo que Sarkeesian decidió cancelarlo.
El Gamergate
no tiene un líder, solo personajes con distintos grados de visibilidad.
Tampoco cuenta con un manifiesto, una página oficial o un vocero. Como
señala Jesse Singal en su artículo “Gamergate should stop lying to journalists and itself”, esto permite que los gamergaters
se deslinden de las peores acciones contra mujeres, afirmando que su
movimiento no busca alejar a las mujeres de los videojuegos, sino que se
trata de ética en el periodismo. Sin embargo, según la investigación de
Singal, todos los espacios donde quienes defienden el Gamergate
escriben y comparten información, que fueron recomendados por gamergaters
como fuentes donde encontrar “su lado de la historia”, están plagados
de mensajes contra Sarkeesian, Quinn y otras mujeres que los han
cuestionado.
La conclusión a la que llegan tanto Sarkeesian como Singal es que los gamergaters
están luchando contra el cambio de paradigma en la industria del
videojuego, que se está abriendo a otras voces y perspectivas más allá
de la mirada masculina heterosexual. Después de leer artículos que
intentan ver los dos lados del debate (aunque no son dos lados, porque
uno se niega a definir su agenda) me queda claro que este es el
sentimiento que guía a todos los que de forma tácita o abierta apoyan al
Gamergate y sus nebulosos objetivos.
Más allá de las personas que están sufriendo todos los días las consecuencias de ser blancos de la ira de los gamergaters,
el caso es interesante porque refleja una lucha que se da en muchas
industrias y contextos. Las mujeres son blancos de ataques en línea
todos los días, y este caso ha demostrado cómo ninguna red social tiene
los procedimientos para evitar que se distribuyan sus datos o para
limitar las amenazas de muerte y violación y que tampoco las autoridades
pueden protegerlas, como en el caso de la conferencia cancelada de
Sarkeesian.
Aquí vale la pena mencionar que las mujeres ya son más de la mitad de los usuarios de videojuegos en Inglaterra, mientras que en España son el 47%.
Sin embargo, la participación de las mujeres en la industria de los
juegos no refleja estos números. Solo el 11% de los diseñadores son
mujeres, y en programación el porcentaje cae a 3%, según reportó el Boston Globe en 2013.
Además, también existe una brecha de salario: una encuesta de 2011
reveló que las mujeres diseñadoras ganan en promedio 10 mil dólares
menos al año que sus contrapartes masculinos, y las diseñadoras ganan 12
mil dólares menos.
Estos números, junto con las anécdotas que dos jugadoras de videojuegos mexicanas compartieron conmigo sobre las mujeres gamers
me hacen pensar que esta comunidad no es tan diferente de otras. Estas
chicas hacen algo que les apasiona y tienen un grupo de personas afines
con quienes disfrutarlo. ¿Hay situaciones de sexismo? Sí, pero, ¿en qué
espacio estamos libres de él?
En este contexto, uno de los argumentos de los gamergaters me recuerda al de las personas en contra del Año de leer mujeres: los “luchadores por la justicia social” (un término usado peyorativamente por los gamergaters,
resumido como SJW por sus siglas en inglés - Social Justice Warrior-)
están invadiendo todos los espacios y ya no hay nada que esté libre de
corrección política ni de la presencia de mujeres.
La diferencia
está en que, que yo sepa, las blogueras y críticas literarias que
impulsaron el Año de leer mujeres no recibieron amenazas masivas ni
fueron víctimas de robo de identidad. Mary Beard escribió hace unos meses sobre
los peligros de ser una mujer que alza la voz, cosa que Sarkeesian,
Quinn, Wu y otras mujeres están viviendo en este momento.
Por lo tanto, hablar del Gamergate significa no solo hablar de un acontecimiento actual que tiene que ver con feministas y gamers sino
también de reconocer que polémicas como estas no se dan en el vacío;
es imposible comprender este caso sin analizar las fuerzas que se oponen
a una mayor inclusión y las raíces del sexismo y la misoginia.
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