Al abrir la puerta de casa, once horas de trabajo mal pagado después,
me invade una sensación de vacío. La vida era esto: ser once horas más
pobre cada tarde, estar once horas más cansado, perder once horas de
día, cada día, hasta llegar a la edad en que las horas apenas sirvan ya
para nada. Me quito la ropa despacio. Alguien es hoy once horas más
rico, pero no soy yo.
Enciendo el ordenador y arranco un juego. Necesito no producir nada; necesito perder el tiempo. Mientras juego me doy cuenta de que en realidad estoy aprendiendo a ser mejor trabajador poscapitalista.
La monotonía de la supervivencia
El juego es This War of Mine, de 11 Bit Studios. En él, el jugador controla a un pequeño grupo de civiles que trata de sobrevivir al Sitio de Sarajevo durante la Guerra de Bosnia (1992-1996).
Durante el día, los protagonistas se mantienen a salvo y realizan tareas del hogar.
Recogen agua de lluvia. Cocinan un ratón que cazaron con una trampa.
Construyen una rudimentaria radio deseando oír que pronto acabará la
guerra. Leen el único libro que han encontrado esperando no tener que
quemarlo en una noche de mucho frío. De noche, mientras uno de ellos se
embarca en pequeñas escaramuzas para conseguir medicinas o chatarra
aprovechable, los demás montan guardia o duermen un sueño intranquilo en
camas siempre a punto de deshacerse.
No es esta narrativa la que me enseña a ser mejor trabajador
poscapitalista. Es su mecánica, la manera en que interactúo con los
personajes, el modo de comunicarme con la obra exclusivo del videojuego,
la que lo hace. En This War of Mine cada día es una serie limitada de minutos, como ocurre en otros juegos de supervivencia contemporáneos como Don’t Starve,
de Klei Entertainment. Cada acción que realiza un personaje consume una
serie de horas. Y nunca son suficientes para todo lo que hay que hacer.
Los días sobreviviendo se basan en repetir una y otra vez los mismos
actos, vacíos de un sentido que supere la pragmática, tratando de
maximizar la productividad en medio de un inmenso vacío de esperanza. Se
parece a la vida de un trabajador poscapitalista.
Aburrimiento y estrés
Felicidades. La lotería del trabajo de octubre ha finalizado. Tu nombre ha sido elegido.
Eres el flamante nuevo encargado de la garita de inmigración de
Arstotzka, una imaginaria república comunista. Tu trabajo consiste en
permitir o denegar la entrada al país siguiendo las cambiantes y
complejas directrices del Ministerio de Admisiones.
Papers, please es uno de los juegos qué demuestra por qué ha sido tan importante para el medio la aparición del movimiento indie. Uno de los mejores de 2013. Y también de los más aburridos.
Como en This War of Mine, la jornada laboral de este juego de Lucas Pope también está limitada en el tiempo. Sólo puedes procesar
a una cierta cantidad de personas al día; cada vez menos, conforme son
necesarios más y más papeles, por favor. Recibirás 5 dólares [sic] por
cada persona que procesas. Si cometes un error, se te restará del
salario. Tu familia necesita un techo, comida y calefacción. Tú
necesitas procesar gente para pagarlo todo.
Los rostros se suceden, día tras día, unos iguales a otros. El
trabajo es asfixiante y aburrido a la vez. La vida familiar es un
insignificante interludio entre jornada y jornada. Lo social no existe.
El tiempo del trabajo lo ocupa todo.
Richard Hofmeier ya había usado este mismo esquema mecánico en Cart Life, un juego de ordenador de 2011 en la que vives la vida de un trabajador pobre en una monocromática ciudad posindustrial. Como Papers, please, éste es un juego sobre lo normal.
Quizá te llamas Andrus. Acabas de llegar de un país de Europa del
Este con tu gato, Mr. Glembovski, y has decidido invertir los ahorros de
tu vida en un puesto de prensa. Cada día colocas a mano algunas decenas
de periódicos. Los expones. Necesitas venderlos para pagar la
habitación donde duermes, para dar de comer a Mr. Glembovski, para
mantener un paquete de tabaco en el bolsillo. Pero ir a comprar comida
es dejar de vender periódicos. Y el dinero de los periódicos nunca es
suficiente.
O quizá te llamas Melanie y acabas de mudarte a casa de tu hermana
con tu hija Laura porque las cosas no han ido demasiado bien
últimamente. Quieres montar un puesto de café, conseguir una entrada
estable de dinero. Tu exmarido le ha pedido al juez la custoria de Laura
y la vista oral es sólo dentro de unos días. Necesitas vender café,
pero también atender a Laura. No estás segura de cómo vas a conseguirlo.
Pero no puedes permitirte no hacerlo.
Del trabajo industrial a la desregulación
¿Resuenan estas historias en vuestra cabeza como lo hacen en la mía?
Puede que no seamos los únicos. Un estudio realizado en Reino Unido en
2012 concluyó que el estrés laboral se había incrementado en un 40% tras el estallido bursátil de 2008. El pasado mes de marzo, ABC publicaba que el 65% de los trabajadores españoles se sentía más estresado a causa de la crisis; de ellos, el 27% citaba como causa el empeoramiento de sus condiciones laborales.
No es raro encontrar a personas que no puedan permitirse un horizonte
vital que vaya más allá del trabajo de mañana. Un trabajo aburrido y
estresante, una necesaria fuente de insatisfacción y tristeza. No el
engranaje central de la vida, sino la vida misma reducida a la
repetición urgente y productiva.
Tendemos a considerar la repetición como elemento central exclusivo
del trabajo fordista-taylorista, heredero de la Revolución Industrial, y
superado en las sociedades tecnológicas de nuestro tiempo. Sin embargo,
según afirma Philip E. Agre,
sólo se ha producido una mínima modificación: permuta ahora en una
«gramática de acciones», un sistema reducido de opciones posibles fuera
del cual no existe posibilidad alguna de libertad.
¿Pero por qué y cómo se produjo este cambio?
Según el filósofo italiano Franco Berardi, debemos irnos a los setenta para comprender el proceso. En su ensayo “¿Qué significa la autonomía hoy?,
publicado en 2003, es en esta década cuando los trabajadores
occidentales comienzan un proceso de progresiva búsqueda de autonomía,
rechazando el modelo de trabajo imperante hasta entonces, que Berardi
describe como “la cadena perpetua de la fábrica industrial”.
El capitalismo respondió a este proceso aprovechando las capacidades
de los nuevos sistemas informatizados. Se reestructuró a sí mismo y
forzó, durante la era Reagan-Thatcher, la disolución de los marcos
institucionales conseguidos tras un siglo de luchas laborales.
El resultado de esta liberación de la regulación estatal es la
reestructuración tecnológica, la globalización de la producción, la
flexibilización de los mercados laborales internos: la implantación una
suerte de despotismo económico que viene rompiendo desde entonces el
tejido social de los estados occidentales.
El filósofo italiano lo resume con claridad:
Los trabajadores virtuales tienen cada vez menos tiempo, están implicados en un número creciente de actividades intelectuales, y no les queda tiempo para dedicarle a su propia vida, al amor, la ternura y el afecto. Toman Viagra porque no tienen tiempo para preliminares.
Se ha creado una manera de vivir trabajando. La consecuencia es una psicopatologización de las relaciones sociales. Los síntomas son evidentes: millones de cajas de Prozac vendidas cada mes, una epidemia de déficit de atención entre los jóvenes, el reparto de drogas como el Ritalin en las escuelas, y la propagación de la epidemia del pánico.
La ola suicida parece sugerir que la humanidad se ha quedado sin tiempo, y que la desesperanza se ha vuelto la manera prevalente de pensar en el futuro.
Los videojuegos de Molleindustria
Paolo Pedercini, actualmente profesor en la Universidad Carnegie Mellon, creó el proyecto Molleindustria
en 2003 para producir «remedios homeopáticos contra la idiotez del
entretenimiento de masas en forma de videojuegos cortos». Seguramente
influenciado por la obra de Franco Berardi, las obras de Pedercini son
absolutamente radicales en su disección de las contradicciones del
capitalismo globalizado y el mercado de trabajo que surge de él. Me
centraré especialmente en dos de sus trabajos: Tuboflex y Every Day the Same Dream.
Tuboflex
Publicado originalmente en 2003, el texto de presentación de Tuboflex traslada al jugador a una distopía cada vez menos irreal.
Año 2010.
La necesidad de movilidad ha crecido hasta el exceso en los primeros años del nuevo milenio. Hoy, las garantías sociales y la burocracia de la flexibilización de personal tradicional son ya insostenibles, porque un trabajador puede ser útil en diferentes puestos el mismo día.
Por esta razón, Tuboflex S.A., la organización líder mundial en gestión de recursos humanos, ha creado un complejo sistema de tuberías que permite deslocalizar trabajadores en tiempo real bajo demanda.
Como parte de la mano de obra de Tuboflex, tendrás que sobrevivir en un mercado laboral dinámico, acostumbrándote a los trabajos más variados. Trata de no equivocarte o tus oportunidades descenderán. Si las agotas, serás apartado y expulsado del mercado.
Bienvenido a la era del tubo.
Lo que sigue es un agobiante y repetitivo carrusel de trabajos de
baja cualificación. Restaurantes de comida rápida, terminales de carga y
descarga, centros comerciales en campaña de navidad. El marco en el que
se desarrolla la partida, similar a un Telesketch, contribuye a la
sensación de ser un juguete en las manos de un gigante niño corporativo.
En un pequeño contador, arriba a la derecha, se acumulan los euros de
tu salario de miseria.
Resulta especialmente deprimente no ya la ausencia de vida privada
—ocasionalmente, el tubo te dejará sentado en un sillón de tu casa—,
sino su total falta de significado. En el hogar, el jugador no tiene
posibilidad de interactuar con el entorno. Todo lo que puede hacer es
observar las manecillas del reloj. Mientras espera el instante incierto e
inexorable en que el tubo le devuelva al laberinto del trabajo
deshumanizado, el protagonista mira fijamente a cámara. Sus ojos desorbitados son una aterradora interrogación.
Tuboflex está preñado del terror de Berardi. Es la
encarnación de su «red global de producción desterritorializada,
deslocalizada, despersonalizada». El entierro silencioso de la
autonomía.
Every Day The Same Dream
Seis años después, en 2009, Pedercini personaliza lo que en Tuboflex era una crítica sistémica. Como en Cart Life,
el jugador encarna a un trabajador en un mundo monocromático.
Enfrentado a una vida de repetición infinita, rodeado de otros seres sin
rosto, como tú, con el único objetivo de mantener los beneficios
corporativos del empleador.
La simple mecánica del juego te pide escapar, buscar resquicios por
los que se cuele un poco de vida. Una anciana te dice en el ascensor que
en cinco pasos más serás un hombre nuevo. Crees que algunos actos
cotidianos —visitar un cementerio, acariciar a una vaca— y otros de
insumisión y negación del trabajo —presentarte en la oficina sin ropa—
te ayudarán a conseguirlo. Pero el cubículo donde espera tu ordenador
nunca se mueve. Y entonces decides saltar. Es todo lo que queda. Pero
eso tampoco cambia nada.
Every Day The Same Dream es un triste y hermoso recordatorio de hasta qué punto la historia del trabajo se empeña en ser un dèja vu. La alienación del trabajo industrial es hoy la despersonalización del mercado flexible.
Como afirmó en Polygon el periodista Colin Campbell en su artículo sobre I Get This Call Every Day, un juego de David S. Gallant sobre el trabajo en un call center,
la obra de Pedercini es «una protesta contra la miseria de la
deshumanización del trabajo contemporáneo, en el que se espera que un
ser humano sea un ser no-humano». Los sueños de libertad de nuestros
padres se han vuelto una esclavitud adaptada que atrapa la vida hasta
asfixiarla, de la que cada vez es más difícil escapar.
El trabajo como algoritmo
La gestión del tiempo en videojuegos como This War of Mine, Cart Life, Papers, please o Tuboflex
imita el modelo laboral que surge de los procesos de desregulación
iniciados en la década de los setenta, caracterizado por la progresiva
disolución de la frontera entre el trabajo y la vida, por la presión de
hacer siempre más y más rápido.
Alexander Galloway defiende en su libro Gaming: Essays on Algorithmic Culture
que no es posible separar la interpretación política de un videojuego
de su funcionamiento como algoritmo. Jugar en un ordenador es, en
esencia, como rellenar una tabla de Excel: interactuar con un sistema
informático, relacionarnos con la herramienta que determina la vida
contemporánea.
Todo el que juega lo hace alguna vez —o siempre— contra el algoritmo;
o, lo que es lo mismo, contra quien diseña el juego. Entender las
reglas que gobiernan el mundo del juego permite descubrir cuáles son las
acciones más positivas para el jugador de forma determinista.
Comprender el funcionamiento del algoritmo es parte esencial de muchos
juegos de estrategia, y es la base sobre la que se armonizan los MMOs.
El terror que en realidad plantean todas las obras mencionadas aquí
no es otro que el de una vida entendida como algoritmo, como una serie
de instrucciones que se repiten sin poder alcanzar nunca un resultado
distinto al predeterminado. Si la labor del código como la del hombre es
al fin una «gramática de acciones» como la descrita por Agre, ¿qué
diferencia existe realmente entre la vida humana y la del algoritmo?
¿Qué escapismo y liberación son posibles en el juego, que me enseña a
optimizar mi gestión del tiempo, a mejorar la productividad, a
entregarlo todo para conseguir siempre el mismo resultado?
Con la mano congelada sobre el ratón, observo a los protagonistas de mi partida de This War of Mine
deambular por la casa quejándose del frío. Uno de ellos fuma un cigarro
de picadura en una silla desvencijada. Otro lee de nuevo el mismo
libro. Si no hago nada morirán como mucho en dos o tres días. Quizá es
éste el precio de la libertad.
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